En memoria de Robin Williams, mi héroe y actor favorito (R.I.P.)
Ya no sé si sentir miedo o alivio cada vez que me aproximo a un consultorio médico. De por sí, ya es lo suficientemente doloroso tener a un familiar enfermo como para, además, tener que toparse del otro lado con un frívolo, indiferente y hasta cínico profesional de la salud. Como en todos los campos, hay sus excepciones, pero cada vez abundan más en el sistema seres que, al parecer, mal gastaron 10 o más años de sus vidas. Tal vez, porque se vieron obligados a seguir los pasos de alguno de sus padres, porque no encontraron otro programa académico en el momento de la verdad o porque pensaron que esta sería la mejor vía para devengar recursos. Pero no porque amaran desde las entrañas el don de sanar gente, de desarrollar la compasión frente a seres moribundos o de acompañar al paciente y a su familia durante el proceso de una enfermedad.
Cero y van dos que me encuentro durante el último mes con médicos que parecieran repudiar su profesión y descargar esa rabia contra los pacientes, quienes, en una EPS, sólo tienen 20 minutos sagrados para plantear preguntas y oír respuestas, que pocas veces llegan. Casi que toca acudir a la cita con un listado de inquietudes previamente elaboradas para ver si los profesionales se animan a responderlas como si se tratara de un programa de concurso. Ya ni siquiera examinan al doliente. Tan sólo se dedican a transcribir el resultado de los exámenes en el computador sin darle la cara a los seres humanos que aguardan sentados en las sillas del frente. Me pregunto cómo diagnostican sin siquiera poner sus manos sobre el enfermo.
No les basta con que el sistema, de por sí, ya sea un caos. Que uno deba aguardar años para la aprobación de una cirugía, meses para una cita, horas para autorizar una orden y, como si fuera poco, pelear para que le entreguen un medicamento que, incluso, está en el POS.
Hoy salí severamente regañada por el neurólogo de mi ser querido, a quien no le pareció que me hubiese quejado ante la entidad de salud porque no me querían suministrar la fórmula prescrita. ¿Qué esperaba que hiciera? ¿Qué me cruzara de brazos? Así mismo le contesté, con un tono tan alto y unos ojos tan saltones, que el sujeto no tuvo más que permanecer callado. Me pregunto si ellos son inmunes; inmunes al dolor de tener a un familiar enfermo. Y si lo tienen, lo disimulan muy bien.
Hace dos semanas me ocurrió lo mismo. Esta vez con el endocrino, quien no se explicaba por qué nos habían remitido a su especialidad y casi que me culpaba por hacerlo perder el tiempo. Será porque el paciente ha perdido peso, porque está desganado, porque su tiroides está en unos niveles salidos de toda proporción. Pero qué más da. Igual, me juzgaba como si fuera yo quien hubiera hecho la orden y gozara al dejar de lado mis labores diarias para ir a una cita “innecesaria”.
Quienes se han enfrentado a esta penosa situación entenderán mi descontento. Por eso, este es un llamado para los de bata blanca, con el fin de que recapaciten, no se dejen consumir por el día a día, vean cada paciente como si fuera el único, desarrollen el amor hacia el prójimo en una profesión que así lo amerita y se gocen el trabajo que eligieron desarrollar y que tiene un impacto en las personas. Poner esto en práctica podría marcar la diferencia en el sistema de salud y ubicarnos en la mira del mundo, no sólo por ser el país más feliz, sino también por tener a los médicos que hacen más felices a sus pacientes ¡Necesitamos más Patch Adams en Colombia!
Muy interesante ojalá llegara a los interesados
Ojalá así fuera. Mientras eso pasa, podemos compartir esta nota entre nuestros médicos conocidos. Sería un buen inicio